Una Pequeña Pasión
La mediocridad, si nos atenemos a lo estipulado en el diccionario, implica un desempeño irregular, de escaso mérito, tirando para malo. De hecho, se le utiliza como un eufemismo para designar lo malo. En el Perú, sin embargo, es una presencia tan familiar y constante, que rebasa con creces la estrechez de la definición académica. Rebasa, incluso, la exhaustividad de la Iglesia, pródiga en estos menesteres, que no la considera un pecado.
Tal como el resentimiento, la mediocridad invade y corroe los ámbitos más íntimos de nuestras vidas. Por lo menos, eso es lo que se desprende de la lectura de los melancólicos cuentos de Luis Loayza: “Mi amor por ella era mortecino y frío como la garúa, y creo que ella también sentía por mi una pequeña pasión”. Hasta el amor puede ser mediocre en Lima – pero no Loayza, quien más bien podría haber sido víctima de un vicio complementario: un perfeccionismo autocastrador que lo ha llevado a producir una obra literaria un tanto exigua.
POR ARRIBA FLORES
Por haberla conocido tanto, los peruanos sabemos que la mediocridad connota otras cosas, fuera de un pobre desempeño. La mediocridad es conformista pero no lúcida. El mediocre se ignora y, en cambio, se adorna, se disimula, se disfraza. Por eso suele recurrir a un discurso grandilocuente y vacío, con la estéril finalidad de ocultar sus patéticas carencias. Como se diría ahora “se va en floro”. Su retórica es autohipnótica: de tanto repetir frases cursis e inconsecuentes, termina por creérselas (aunque secretamente escuche la voz, cada vez más adormecida, que viene de la oscuridades de su alma y le recuerdas su blanda condición).
El mediocre, lo sabemos también, es ante todo envidioso. Nada lo desespera más que una persona con afán de excelencia, con una autoexigencia sostenida y, peor aún, con unos logros descollantes. Hace poco, una mujer que estaba ingresando en el mundo de la moda con diseños atractivos e innovadores, me contó la advertencia que le había dado una experimentada costurera: “ten cuidado”, le recomendó, “tu trabajo es muy original y puede gustar mucho; vas a tener problemas” . lo que la costurera sabía, después de treinta años en un campo que no por glamoroso desconoce las zancadillas o las estocadas, es que la envidia no siempre se limita a una rumia amarga, puertas adentro, llegando como mucho al raje o la maledicencia. Con frecuencia ese humor denso, indigerible, desborda el espacio de las fantasías y se traduce en actos dañinos, destructivos, tanáticos.
Pregúntenle si no al ministro Rospigliosi o a la première Merino. El cargamontón del que fueron objeto tenía seguramente diversas motivaciones. Los dos cometieron errores, tal como era inevitable en su ardua tarea. Puede incluso que algunos de ellos habrían sido mortales de necesidad, en cualquier caso. Pero lo que nadie discute es que habían hecho los méritos suficientes. Esto fue lo que activó en su contra, con toda la virulencia de la que son capaces cuando se enfrentan a un enemigo aislado y desprotegido – por el gobierno mediocre que debía defenderlos y más bien se hizo el desentendido – la conjura de los necios, como en el título de la quijotesca novela de John Kennedy-O’Toole.
MAL DE MUCHOS
Pero no seamos injustos. Cuando decimos mediocridad todo el mundo piensa en el Parlamento y en el árbol caído, esa yunza que, en el imaginario popular, ya es nuestro presidente. Lo cierto es que ese mal soterrado e insidioso nos amenaza a todos. Aquel que no ha escrito una columna mediocre que tire la primera piedra. Lo importante, en mi caso, es que esas notas fallidas me persiguen implacables, como pesadillas superyóicas. Suena masoquista, pero cada quién debe encontrar sus propios antídotos contra el veneno, imperceptible y dulzón, de la autocomplacencia narcisista.
En la clínica psicoanalítica hay síntomas egosintónicos, cuando la persona está conforme o no es consciente de tenerlos – y esos son los más reacios a las interpretaciones – y egodistónicos, cuando el interesado sufre con esa característica de su personalidad y quisiera modificarla. El día que Solari o Ferrero nos contaron, muy satisfechos, que estábamos en el mejor de los mundos, ya sabíamos cual era su diagnóstico.